Éire

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Antes de que mis recuerdos pierdan claridad y mis sentimientos dejen de estar a flor de piel, me gustaría hacer un pequeño resumen de lo que fué mi año en la Isla Esmeralda.

En realidad, este Blog fué creado durante mis primeros meses allí, pero por una cosa o por otra, no llegué a escribir tanto como me hubiera gustado hacerlo. Mi situación era bastante limitada, no contaba con Wifi en casa (el único PC con Wifi incorporada se estropeó) y me cansé de pelearme constantemente con el de la biblioteca. Así, tal cual.

Precisamente por eso, quiero hacerlo ahora, quiero narrar mi historia, lo que ese año ha significado para mí. Y lo quiero hacer, no solo para darme yo misma cuenta de toda la evolución personal en el trayecto, sino para aquellos que, ya sea por un corto o largo período, formaron parte de la experiencia.

Así que, empecemos por el principio:

Era una calurosa tarde de junio en Barcelona cuando supe que mi nuevo destino sería Dublín. Billete en mano y nueva familia de acogida. 4 niños (¡¡4!!) y una casa situada en un pueblo precioso a las afueras de la ciudad de Dublín (30’), Shankill.

Al principio, ni el número de niños, ni el factor idioma, me importaron mucho. Yo estaba decidida y nadie podía derrumbar el sueño irlandés que yo misma había idealizado. “Una vez salga del país todo será color de rosa” pensé. ¡ERROR!

Vamos primero a aclarar un par de cosas: mi inglés no era bueno (el acento irlandés tampoco ayudó), no tenía hermanos (ahora tengo 6), estaba acostumbrada al silencio y la palabra paciencia no formaba parte de mi vocabulario. ¿Quién dijo fácil?.

Ahora bien, lo que yo había percibido de los niños a través de las fotografías era poco en comparación a lo que me encontré una vez allí, ya que, no eran precisamente los angelitos con pelo anaranjado que esperaba, sino todo lo contrario (bueno, anaranjados eran, pero no angelitos). Así eran mis niños.

Por otro lado, jamás había conocido a unas criaturas tan vivaces, tan auténticas y únicas. Tenían expresividad, carácter y seguridad en sí mismos. Pude darme cuenta rápido de lo especiales que eran. Cada uno de ellos tenía una personalidad completamente diferente, nada que ver los unos con los otros, y claro, eso hacía que cuando esas 4 bombas de relojería chocaban entre sí, se produjera una especie de Hiroshima en versión reducida. Ni Dios se salvaba. Aún así, me transmitían vida y eso era justo lo que yo andaba buscando.

Me ubiqué rápido. Siempre he tenido facilidades para orientarme en los sitios que ni siquiera conozco; y entre eso y mis mil mapas recolectados, fue pan comido. Además, Dublín no es una ciudad que impresione por su tamaño. Todo lo contrario.

Tema amistades tampoco fué difícil, saqué a relucir mi don de gentes (¡ha!) y a lo largo del año llegué a conocer gente maravillosa (las conversaciones en los pubs también ayudaron bastante). Unos se han quedado más tiempo, otros menos, pero cada una de esas personas me enseñó algo, y es por ese “algo” que siempre voy a estar agradecida.

Respecto a las costumbres, fué más fácil de lo que parecía en un principio. Y quien habla de costumbres, habla de los tés a cualquier hora del día (Barry’s tea por excelencia), a las pintas de cerveza negra (Murphys y Guinness, a partes iguales) o cider;  al picante, el porridge, los bagels y a los pancakes; a salir de fiesta a las 5 de la tarde y volver a las 12 de la noche; a las flatulencias gratuïtas en los pubs (¡asco, señores, ASCO!), a que se haga de noche a las 4 de la tarde y se cierren las tiendas a las 6; al fish and chips y a los sms; al Dart o al Luas; al fútbol gaélico, al hurling y al rugby. También fué fácil adaptarse a su obsesión por las fiestas navideñas, Halloween y demás; a su unidad familiar, a comprar en Pennys, a decir Sláinte! y al “what’s the craic?”. Aprendí a tener conversaciones basadas únicamente en el tiempo, a insultar con eejit y a cantar sus canciones en los pubs. La lista es interminable.

Aún así, no todo fué tan fácil. Con 4 niños que domar, una escasa privacidad, un largo camino en el aprendizaje del idioma y para colmo sin Wifi, alguna que otra lágrima quedó derramada. Vale, muchas, pero ya pasó.

De Irlanda se pueden destacar muchas cosas y la mayoría de ellas las encontraréis en las diversas guías turísticas existentes, pero yo quiero destacar una en concreto, la que más me llamó la atención des del minuto uno. Y no, no hablo de sus paisajes, hablo de sus sonrisas. “La isla de las mil sonrisas” como suelo llamarla yo, y es que nunca he conocido gente más vivaz y alegre en mi vida. Su carisma y espontaneidad es infinita. La facilidad para entablar conversación y la dificultad para acabar con esta, también. Y como yo siempre digo, Irlanda es el humor y el atrevimiento, es charlatana y cuenta cuentos, frontera entre la verdad y lo que la mente inventa.

Y así es, Irlanda es un país fácil, que te abre las puertas de casa sin que ni siquiera hayas llamado para entrar.

También quiero hablar de paz, aquella que acabas encontrando en cada esquina y que junto al color verde intenso de sus paisajes, te traslada a un especie de Nirvana. Nunca me sentí más liberada, más yo misma, que cuando estuve allí. Y es que ya lo dijo Javier Reverte en uno de sus libros: “Irlanda te deja ser lo que quieras”.

Aprendí muchas cosas durante ese año. Cosas que seguramente no hubiera aprendido quedándome en casa, ni mucho menos. Aprendí a mirar al presente sin preocuparme demasiado por el porvenir, a amar incondicionalmente y a dejarme amar. A despreocuparme, a dejar a menudo la mente en blanco y fluir. A conocerme y a valorar(me). A perdonar.

Irlanda me enseñó el principio del camino a seguir, a enfrentar mis miedos, a desprenderme de ellos y a valerme por mí misma. Me dió alas, me enseñó a volar. Me dió una perspectiva diferente y un nuevo idioma, al cual acabé amando tanto o más que al propio. Me hizo hermana y madre a la vez (sentimiento complejo) y me hizo ver que, por muchas nubes que tapen el cielo, siempre encontrarás un hueco por el que dejar pasar la luz.

Y así fué.

Cheers!

 

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