Diciembre en París

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Me gusta perderme entre la majestuosa belleza de sus calles, a todas horas y en todas las estaciones. El amanecer, el despertar de la ciudad, el paso del silencio inmóvil al ruido desesperante de las obras y los centenares de coches intentando abrirse camino. La arquitectura de sus edificios, las luces brillantes y las gotas de lluvia que la tiñen de color melancolía.

Me gusta la vivacidad de la mañana y la tarde, su movimiento continuo, aunque a veces demasiado rápido, y las expresiones de los parisinos al caminar, tan diferentes de las de los turistas que observan embobados cada rincón.

Me enamora el color rosado de sus atardeceres, en realidad, siempre he tenido una conexión especial con esas últimas horas del día. Ver como el cielo se apaga poco a poco, cediendo el paso a la infinita noche.

París parece que nunca se llegue a apagar del todo. Aun habiéndose acabado el día, los parisinos se reúnen para el afterwork en los miles de bares, restaurantes y terrazas que componen la ciudad. Se mantiene vivaz hasta tarde y se le permite poco tiempo al reposo.

Admiro fuertemente su elegancia y saber estar, su politesse, la manera que tiene de mirar al mundo y decir: Aquí estoy yo, y no hay nadie que pueda destronarme, rasgo que también caracteriza a los que la habitan (aunque nunca se deba generalizar). Supongo que eso es uno de los mayores challenges de la ciudad, el sentir que debes estar  a la altura.  Se trata de una ciudad perfeccionista, en la que por mucho que no quieras, te acabas amoldando a sus gustos y maneras de hacer. Te conviertes en un esclavo de su magnificencia, de su poderío absoluto.

Vivir en París no es sinónimo de la vie en rose, pero bajo esa capa de frialdad y desapego, se encuentra una gran ciudad… mi ciudad.

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